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Taller  de Análisis de Coyuntura Política Sesión Nº 8 viernes 24 de junio de 2005    
CRISIS SOCIALES Y GOBERNABILIDAD POLÍTICA EN AMERICA LATINA   

Manuel Luis Rodríguez U.

  

        

Un fantasma recorre América Latina: el fantasma de la crisis social y de la ingobernabilidad política.  Contra este espectro se han conjurado en “santa jauría” todas las grandes potencias occidentales del viejo y el nuevo mundo, ya sea el FMI, el Banco Mundial, el Grupo de los 8 o las corporaciones globales.  Pocos países se “salvan” de esta oleada de manifestaciones sociales, étnicas y populares, pero las lecciones que pueden resultar de esta coyuntura de crisis, debieran servir para ser estudiadas en cada una de las sociedades del continente.

 
Un malestar profundo
 

Una de las dos grandes herencias dejadas por las anteriores dictaduras militares en América Latina, fue un sistema económico de capitalismo salvaje, de explotación económica pura y dura de las condiciones del trabajo a manos de corporaciones globales, empresas transnacionales y conglomerados económicos que se apoderaron de las economías latinoamericanas durante las décadas de los 70 y los 80 bajo el seguro resguardo de los gobiernos dictatoriales militares. ([1])

 

El sistema económico neo-liberal –que algunos teóricos han pretendido denominar “modelo”- se instauró en los decenios de los setenta y ochenta en América Latina, como parte de un diseño institucional político, económico e ideológico en el que debían combinarse y articularse estrechamente un Estado centralizado y desprovisto de protagonismo económico –el así denominado Estado subsidiario- con una economía de mercado desregulada y abierta a las inversiones garantizadas y los capitales extranjeros y con una cultura consumista de fuerte influencia occidental dominada por el individualismo, el hedonismo y la búsqueda a todo precio del éxito personal.

 

Estado subsidiario, economía de mercado y cultura consumista son en síntesis, un conjunto sistémico cohesionado con sus propias leyes, su propia ideología única y su propia  interdependencia.   Todo lo que se proponga fuera o al margen de este sistema, es acusado de ideologismo, de utopía irrealizable, de aventura sin destino.

 

El principal resultado de la aplicación de este sistema, ha sido, desde la década de los noventa del siglo XX hasta hoy, una sociedad cada vez más fragmentada, atomizada y en forma de archipiélago con islotes socio-culturales segregados y diferenciados entre sí, marcada por diferencias sociales y económicas cada vez más abismales.  Con una nación atomizada socialmente e idiotizada por la alineación mediática y del consumo, el efecto más notorio en la América Latina de hoy son sociedades duales, asimétricas, desiguales, fragmentadas y desprovistas de referencias políticas y culturales básicas que les aseguren protagonismo, identidad y perspectivas de desarrollo personal familiar o social.

 

A las desigualdades básicas producidas por la dinámica  del sistema económico: ricos vs. pobres; obreros manuales vs. empleados y funcionarios; patrones vs. trabajadores; trabajadores urbanos vs. trabajadores rurales; profesionales vs. técnicos; se vienen  a sumar otras asimetrías, como la que afecta a las mujeres y a los niños frente a los hombres en el mercado laboral; o la que marginaliza a los aborígenes del campo o la aldea frente a los blancos de la ciudad.

 

Si los epígonos del capitalismo neo-liberal habían justificado su “economía de la escuela de Chicago”, bajo el argumento de un Estado demasiado interventor, ahora los beneficios del mercado y de la ideología de la libre iniciativa, han quedado radicados allí donde están quienes detentan el poder económico y la propiedad de los medios de producción, es decir, la clase empresarial.  

 

Mediante las masivas privatizaciones forzadas de los años ochenta, presentadas como la “única solución posible” para la ineficiencia y el déficit estatal, los militares gobernantes y sus aliados oligárquicos empresariales desnudaron al Estado para vestir al mercado; de este modo, reemplazaron la ineficiencia estatal por la inequidad del mercado.

 

La clase política, en este sistema socio-económico, se ha alejado del mundo social y la sociedad civil y ha pasado a convertirse en otra clase de empresariado del poder y de la imagen: los políticos de hoy compran y venden poder, influencia, granjerías y beneficios con el dinero de todos los contribuyentes o de ciertos accionistas, generando una profunda distancia cultural y social entre la ciudadanía y la clase política, por la que aquella siente desconfianza, desprecio, descrédito o simplemente apatía.

 

Las sociedades latinoamericanas de principios del siglo XXI  están mucho más fragmentadas que hace 30 años atrás, con la flagrante diferencia de que en reemplazo de las grandes utopías anteriores, hoy pueden aparecer en el escenario político caudillismos, populismos y clientelismos de todo tinte, los que pueden hacer presa fácil del pobre, del cesante, del disconforme y del necesitado, con los recursos disponibles de la retórica, del marketing político y del dinero en forma de dádiva electoral provisoria.

 

La desigualdad social flagrante que afecta a las sociedades latinoamericanas –con una minoría enriquecida, unas clases medias venidas  a menos y una abultada clase popular pobre- ha venido a empobrecer y fragilizar los sistemas políticos democráticos.

 

El malestar latinoamericano tiene por lo tanto, tres componentes, cada uno de los cuales actúa como un ingrediente de distinto peso e influencia en cada una de nuestras sociedades:

 

a)     el descontento de los trabajadores,  obreros y empleados, expoliados por los trabajos con condiciones laborales cada vez más flexibilizadas, sometidos a la inseguridad de los empleos, a las bajas remuneraciones y la amenaza de la cesantía;

b)     el descontento de las regiones, provincias y comunas frente al centralismo y el burocratismo de la capital;

c)      el descontento acumulado de las etnias y poblaciones aborígenes marginadas por varios siglos de explotación;  y

d)     el descontento de la ciudadanía frente a una clase política y gobernante que parece estar atravesada por la imagen decepcionante de la corrupción y la ineficiencia.

 Esta vez, tal como había resultado descrito durante el siglo XX por las Ciencias Sociales latinoamericanas, ha quedado en evidencia que no existe una América Latina, sino que, dentro de una alucinante diversidad cultural, étnica, económica, geográfica, social y política, existen en realidad varias Américas Latinas. 
Un Estado
y un sistema político debilitados  

En el caso de América Latina, y al revés de la Europa moderna, el capitalismo globalizado de los años ochenta y noventa ha ocasionado un profundo abismo social, ha fragilizado las sociedades nacionales y ha debilitado a los sistemas políticos democráticos, alterando las bases de sustentación del Estado-nación.   La tendencia a la globalización repercute sobre los Estados nacionales, echando abajo fronteras y legislaciones en nombre del sagrado contrato con las corporaciones multinacionales o los conglomerados globales, cuyas gigantescas utilidades pueden quedarse o exportarse tal como se exportan materias primas baratas.  

 

Las maquinarias estatales latinoamericanas adquieren un tamaño enano y resultan casi invisibles a la hora de combatir la corrupción del contrabando, de las mafias delictuales, de la depredación de los recursos naturales y de la fuga de capitales y ganancias. 

 Ahora no solo tenemos en casi todo el continente Estados débiles, cuyos recursos más poderosos siguen siendo sus reducidas y lentas burocracias, sus bien nutridas y bien dotadas fuerzas armadas y sus policías, sino además Estados debilitados por el descrédito y la apatía de los ciudadanos.    Los lazos culturales que habían logrado dar alguna cohesión a la nación –entre mediados del siglo XIX y mediados del siglo XX- parecen irse debilitando, cuando cada sector social, cada conglomerado económico, cada región, cada etnia, cada tendencia o corriente política, participa en una puja soterrada o desenfrenada por obtener beneficios según sus propios intereses, aunque sea en nombre del interés nacional.   El principio de la representación se ha transformado en el principio de la repartija, que se resuelve en las cúspides partidarias a despecho de los militantes y ciudadanos, mientras ciertos empresarios compran políticos para su propio lucro y votos para su propia ganancia.   La mezcla corrupta de intereses privados e interés público del Estado, termina por desacreditar a la Política. En este contexto, los partidos políticos parecen haberse convertido en agencias de empleo o máquinas electorales que se benefician de los clientelismos pre-existentes.   Y los populismos que amenazan como fantasmas a los sistemas políticos fragilizados y a las democracias desacreditadas. La protesta social, que atraviesa como una profunda corriente subterránea que aflora de cuando en cuando, en Ecuador, en Argentina, en Venezuela, en Uruguay, en Haití, en Perú, en Bolivia... refleja y contiene esta diversidad de demandas insatisfechas, de imágenes borrosas, de cansancio y hastío, de “bronca” o rabia acumulada.  ([2]) Y los Estados y los gobiernos latinoamericanos parecen tener muy pocas herramientas para conjurar el temblor social que los sacude: o la bomba lacrimógena (para que los manifestantes sigan llorando sus desventuras sin resolverlas), o las reformas parciales, para que los manifestantes dejen de llorar creyendo que se solucionaron sus desventuras... 


[1] La otra herencia fueron las profundas heridas humanas, sociales y culturales dejadas por las violaciones sistemáticas  a los derechos humanos, convertidas hoy en precio de la reconciliación, el olvido y hasta de la impunidad.

[2] Bolivia y sus recientes manifestaciones que, en menos de 3 años, han provocado la caída de dos gobiernos, no es más que un caso ejemplar de este malestar.

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